En la semana visité una librería especializada en
niños. Para mi agrado no solo había
libros, sino también una amplia selección de juguetes didácticos, y otros no
tanto. Eran montones por doquier, yo
sentía que en cualquier momento, al mover un libro de su lugar la tienda entera
iba a colapsar.
Durante el recorrido observe algo peculiar que puso a trabajar las neuronas que se encargan de esa cosa tan linda que llamamos memoria. De regreso a mi infancia recordé un juego de memorama, y junto con ello se activaron recuerdos de momentos agradables que me brindó mi juguete.
No era un memorama cualquiera. Estaba hecho de cartón duro, cada tarjeta
tenia la forma de un corazón regordete, una de las caras estaba llena de
conejitos de la marca que los fabricaba, y por el otro lado, una bonita obra de
arte. O al menos asi me lo parecía en aquellos entonces. Las parejas no estaban formadas por 2 figuras
iguales, si no eran parejas de animales, hembra y macho con características
quasihumanas: la hembra lucía femenina y
coqueta, con flores y adornos, el macho pues sólo estaba. Obviamente el mercado de ese juguete eramos
las niñas, porque nos educan entre corazones, príncipes azules, moños y cintas
en los cabellos largos y cuidados.
Si, también me hace recordar que los domingos mi madre
pretendía regalarme: me ponía en la cabeza tremendos moños, como si fuera el
remate de una envoltura de las que vendía una señora en el centro llamada
Patrocinio. Esas cajas estaban adornadas
con cintas, lazos, telas, listones… vaya casi les ponía el molcajete. Eran típicas en los regalos de intercambio de
Navidad en la casa de los H.
Regresando a mi memorama.
Me gustaba. Me gustaba jugar con
el. Lo conocía tanto, que ya reconocía
las cartas, y no era que fuera tramposa sólo era la costumbre del
reconocimiento, del juego constante. Si
no eran mis primas, era alguna hija de los clientes de la zapatería, o mi mamá
pocas veces. Casi no tengo recuerdos de
mis padres jugando conmigo.
En esos tiempos, llegó a mi un libro que se llamaba nadie
quiere jugar conmigo. Era de cartón muy
grueso, nunca fue blanco, más bien color crema.
Me identificaba con el personaje: aparte de tener unos ojos grandes, iba
vagando por la casa buscando quien quisiera jugar con el. No sé que habrá pasado con ese libro. Pero si en algún momento lo llego (o si
alguien que me lee) a encontrar en algún bazar o librería de usados sería un
reencuentro mágico.
Si de algo no me queda duda, es que los momentos más felices
de mi niñez los pasé con mis primas y mis tías.
No por nada hago mención de que mis primas son mis compañeras de vida, y
a pesar de la distancia, siguen presentes.
Jugar con la tierra, ensuciarse con lodo, mojarse en la lluvia. Brincar
en los charcos, saltar la cuerda, caerse, rasparse las rodillas, trepar
arboles, hacer columpios en las ramas, jugar con cajas.
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