Bienvenida

Un nuevo blog, llamado historias...

Tal vez leas de alguien que te he contado, tal ves leas tu historia. Algún punto donde tu historia se ha cruzado con la mía. Tal vez no sea como tu la recuerdes, ni como yo lo hago... el tiempo va borrando ciertos detalles, pero la esencia permanece.

sábado, 23 de marzo de 2013

Objetos...




En la semana visité una librería especializada en niños.  Para mi agrado no solo había libros, sino también una amplia selección de juguetes didácticos, y otros no tanto.  Eran montones por doquier, yo sentía que en cualquier momento, al mover un libro de su lugar la tienda entera iba a colapsar. 

Durante el recorrido observe algo peculiar que puso a trabajar las neuronas que se encargan de esa cosa tan linda que llamamos memoria.  De regreso a mi infancia recordé un juego de memorama, y junto con ello se activaron recuerdos de momentos agradables que me brindó mi juguete. 

No era un memorama cualquiera.  Estaba hecho de cartón duro, cada tarjeta tenia la forma de un corazón regordete, una de las caras estaba llena de conejitos de la marca que los fabricaba, y por el otro lado, una bonita obra de arte. O al menos asi me lo parecía en aquellos entonces.  Las parejas no estaban formadas por 2 figuras iguales, si no eran parejas de animales, hembra y macho con características quasihumanas:  la hembra lucía femenina y coqueta, con flores y adornos, el macho pues sólo estaba.  Obviamente el mercado de ese juguete eramos las niñas, porque nos educan entre corazones, príncipes azules, moños y cintas en los cabellos largos y cuidados.

Si, también me hace recordar que los domingos mi madre pretendía regalarme: me ponía en la cabeza tremendos moños, como si fuera el remate de una envoltura de las que vendía una señora en el centro llamada Patrocinio.  Esas cajas estaban adornadas con cintas, lazos, telas, listones… vaya casi les ponía el molcajete.  Eran típicas en los regalos de intercambio de Navidad en la casa de los H.
Regresando a mi memorama.  Me gustaba.  Me gustaba jugar con el.  Lo conocía tanto, que ya reconocía las cartas, y no era que fuera tramposa sólo era la costumbre del reconocimiento, del juego constante.  Si no eran mis primas, era alguna hija de los clientes de la zapatería, o mi mamá pocas veces.  Casi no tengo recuerdos de mis padres jugando conmigo. 

En esos tiempos, llegó a mi un libro que se llamaba nadie quiere jugar conmigo.  Era de cartón muy grueso, nunca fue blanco, más bien color crema.  Me identificaba con el personaje: aparte de tener unos ojos grandes, iba vagando por la casa buscando quien quisiera jugar con el.  No sé que habrá pasado con ese libro.  Pero si en algún momento lo llego (o si alguien que me lee) a encontrar en algún bazar o librería de usados sería un reencuentro mágico. 

Si de algo no me queda duda, es que los momentos más felices de mi niñez los pasé con mis primas y mis tías.  No por nada hago mención de que mis primas son mis compañeras de vida, y a pesar de la distancia, siguen presentes.  Jugar con la tierra, ensuciarse con lodo, mojarse en la lluvia. Brincar en los charcos, saltar la cuerda, caerse, rasparse las rodillas, trepar arboles, hacer columpios en las ramas, jugar con cajas. 








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